jueves, 24 de enero de 2008
ALREDEDOR DE LA BIBLIA DE AVILA
Ávila, 6 de noviembre de 2005 Un personaje incombustible en la política de su tiempo, tiempo de revoluciones en España, que perteneció a varios de los muchos gobiernos que se formaron entonces, fue Manuel Ruiz Zorrilla, que siendo ministro de Fomento en el Gobierno Provisional del general Serrano, duque de la Torre, tras el destronamiento de Isabel II, para empezar bien el año, el uno de enero de 1869 redacta un Decreto de incautación de los archivos, bibliotecas y colecciones de arte, en poder de catedrales, cabildos, monasterios y ordenes militares. Ríanse de los progresistas de ahora frente a la progresia de este señor, que tal vez hizo alguna cosa necesaria y de justicia en una España analfabeta, pero entre las disposiciones racionales había otras de un enconado anticlericalismo donde sus vísceras mandaban mas que su cabeza. Así, entre estos actos de clerofobia y ateismo, suprimió toda enseñanza religiosa de los institutos (¿les suena algo esto?), suprimió las históricas Facultades públicas de Teología, para que se encerraran en los Seminarios (¿les suena algo esto?), como si Dios y su conocimiento fuese perverso para la razón del ser humano y deba quedarse en exclusiva para entretenimiento del clero. Y se le ocurrió un día incautarse de los archivos y bibliotecas de las catedrales, en pacifica posesión de sus dueños, mas riqueza espiritual que material, como esta Biblia de Ávila desde el s. XII, para pasar a propiedad del Estado, fondos ahora de la Biblioteca Nacional que hoy no los dejan ni ver. Cumpliendo con un celo extraordinario, el entonces provisional Gobernador Civil de Ávila, Juan de Dios Mora, ordena imperiosamente al Deán de la Catedral que se presente con urgencia en la misma con las llaves de la biblioteca, y leyéndole el Decreto, empieza a incautarse de todos los incunables y legajos que le pareció, y de la pieza mas preciada, la ya famosa Biblia de Ávila. Y en un frío día de invierno, no en una carroza cerrada y protegida, como merecía tan valioso botín, sino en chirriante carreta de bueyes, son trasladados a Madrid estos frutos del saqueo. Nuestra Catedral de San Salvador (hoy Santa Apostólica Iglesia Catedral de El Salvador), creció no solamente en arquitectura, sino también se fue llenando de obras de arte, pinturas, imagineria, ornamentos, vidrieria, y como no, también de libros sagrados. La llamada Biblia de Ávila, de la que ya han hablado otros que saben mas de este tema, es única por sus características. Es uno de los códices mas grandes de esta época medieval, que llega a pesar quince Kilogramos, de 625 mm de alto por 400 mm de ancho (solamente los cantorales son mayores, libros para que colocados sobre las cuatro caras del facistol en el centro del coro, sus notas musicales puedan ser vistas por muchos desde lejos), con maravillosas hojas de pergamino llenas de miniaturas, letras y dibujos románicos y bizantinos. Empezó a crearse en Italia en el siglo XII, de donde pasó a Ávila a finales de ese siglo, (posiblemente siendo obispo Don Sancho, primero de los enterrados según dice la historia, en el primitivo presbiterio de la Capilla Mayor), donde se hizo y completó con una segunda parte, que si valiosa es la primera, esta reúne las características de haber sido hecha por hispanos, y sin perder su belleza, las figuras son mas expresivas, y así en las escenas que narra no preocupó a los artistas la exageración de movimientos y los tamaños desproporcionados. Transcribo lo que dice Don Marcelino Menéndez y Pelayo, en su Historia de los heterodoxos españoles, que no puede ser mas clarificador de aquel desgraciado suceso: “ y mientras, por una parte, Romero Ortiz borraba de una plumada todo fuero e inmunidad eclesiástica y suprimía el tribunal de las Órdenes militares, Ruiz Zorrilla, aconsejado por unos cuantos bibliopiratas y anticuarios, que esperaban a río revuelto lograr riquísima pesca, abría el año de 1869 con su famoso decreto sobre incautación de archivos eclesiásticos, que encendió las iras populares hasta el crimen; díganlo las losas de la catedral de Burgos, teñidas con la sangre del Gobernador, Gutiérrez de Castro. ¿Quién contará todas las impías algaradas de aquel año? ¿Quién las publicaciones bestiales que, a ciencia y paciencia y regocijo de los gobernantes, acababan de envenenar el sentido moral de nuestro pueblo?”
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